La lucha entre dos lobos es un medio para establecer el orden y la jerarquía sin destruir al otro. Cuando se enfrentan, el combate rara vez culmina en la muerte. Llega un momento en que uno de ellos, consciente de su derrota, adopta una postura de sumisión: expone el cuello, baja la cabeza y reconoce la superioridad del otro. Y el vencedor, lejos de aniquilarlo, respeta ese acto de entrega y le permite seguir con vida. Así se preserva la manada, se mantiene el equilibrio y se honra la naturaleza del grupo.
¡Qué maravillosa lección! Nuestra política, al igual que la manada, no debería basarse en la aniquilación del adversario, sino en la regulación de los conflictos a través de principios, derechos y valores. La democracia no es la guerra, es la confrontación de ideas, con respeto y tolerancia mutuos. Es importante defender las convicciones con firmeza, siendo capaz de reconocer cuándo ceder sin ser destruido. Y quien triunfa, debe celebrar sin aplastar a su oponente: esto demuestra su verdadera grandeza.
En estos tiempos de polarización, es fácil olvidar que la convivencia exige la voluntad de resolver las diferencias sin deshumanizar al otro. El lobo vencedor no mata por venganza ni por odio.
Ya no aplica el principio del Vae Victis (”¡Ay de los vencidos!”).
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Sería el fracaso de la convivencia y la institucionalidad. Una democracia donde el vencedor es vengativo, humilla y destruye al derrotado, se convierte en una especie de autocracia, en el que el vencedor no es respetado como un líder y sí será visto como un tirano, incapaz, oportunista y demagogo.
La de los lobos es una lección urgente para preservar el equilibrio democrático y la dignidad de todos los actores políticos.